Gabriel y el rosal
El niño pequeño se acercó al rosal del jardín. Su madre estaba trabajando fuera de casa y su padre, que lo acompañaba, andaba un tanto despreocupado leyendo las noticias deportivas en su portátil.
Al pequeño se le ocurrió arrancar una rosa para regalársela a su madre, y en cuanto la tomó por el tallo una de sus espinas se clavó sin misericordia en su tierna carne. Dio un salto como si se hubiese transformado en canguro —los sustos nos otorgan superpoderes en ocasiones—, miró su dedo y el espanto del color rojo que encontró le hizo correr en busca de ayuda.
Se lanzó como un obús sobre su padre. Este no tardó en descubrir el problema, porque el niño venía gritando: «¡Tengo sangre, papá, tengo sangre!», mientras mostraba en alto su mano. Una gota dibujaba un mínimo rastro al resbalar por su dedo, mientras una decena de ellas, incoloras, caían desde sus ojos vidriosos.
El padre usó sus poderes mágicos; envolvió con delicadeza el pequeño pulgar con sus labios, e hizo desaparecer la sangre que le asustaba, acompañando el milagro con su siempre eficaz: «sana, sana, culito de rana». Este bálsamo medicinal se llevó el dolor de su hijo, y la suave brisa se encargó de borrar las lágrimas de su pálida faz.
A pesar de la mejoría, el pequeño Gabriel quedó un poco traumatizado con la visión de la sangre escapando sin permiso de su cuerpo; de modo que no se le ocurrió acercarse al rosal, ni de lejos, en una buena temporada.
Su madre, que había plantado este engendro infernal, fue la encargada de explicarle cómo cuidar de esas bellas flores, cómo olerlas cuando estaban en su mejor época de floración, y cómo tocarlas sin sufrir daño. Todo era cuestión de aprender.
Aunque la primera lección que recibió Gabriel en sus propias carnes fue la más dolorosa, también fue la más efectiva: Comprendió que no todo lo hermoso es agradable si se trata sin cuidado, que las apariencias pueden engañar... pero además, que el conocimiento es la mejor arma para eludir peligros o para manejarlos sin recibir daño.
Gabriel nunca olvidó esta sencilla experiencia, gracias a la paciencia de su madre; ella le explicó que cuando la vida pincha no se debe huir de ella, ni evitarla, sino aprender a tomarla sin tocar las espinas fastidiosas, porque siempre queda un trozo de tallo libre por donde agarrarla.
Por eso, ahora Gabriel se gana la vida como un magnífico jardinero: poda setos, quema abrojos, elimina zarzas y cultiva él mismo las mejores flores de la ciudad. Hizo de su temor su fortaleza, y aprendió que no merece estar toda la vida escapando de lo que se teme.
Ahora su vida entera es un jardín, y las personas a las que aprecia son sus mejores flores.
¿No te parece que sería una pena renunciar a un mundo de posibilidades por temer a lo que te pasó alguna vez en el pasado?
No tiene por qué ser siempre así, no hay razón para pensar que te vas a pinchar una y otra vez con la misma espina, si es que aprendes de ello. No dejes de intentarlo nunca, no sea que estés a pocos pasos de la meta y te des la vuelta a punto de cruzarla, por no saber que está ahí mismo, a la vuelta de la esquina.
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