Un guardián en el palacio


En el palacio de almenas delicadas una puerta de zafiro; en su umbral un guardián pertrechado de armadura, espada y un escudo con finos grabados de color verde esperanza. Sobre el portón de acceso un cartel de bronce, con letras hechas con perlas engastadas: «Aquí vive Felicidad».

Un palacio vigilado por un soldado, obstáculo para conocer a Felicidad 
Cierta mujer, consumida por la tristeza y maltratada por la vida, se acercó a la puerta formidable de aquella mansión, digna de reyes, con la intención de conocer a Felicidad. Quizá –pensó– allí hallaría al fin respuestas al laberinto de preguntas que la paralizaban día tras día en su profunda decepción.

Pero el guardia de la entrada la recibió con palabras cargadas de veneno: «No eres digna de pisar las losas de mármol fino de este lugar... Soy más fuerte que tú, no podrás pasar; si intentas entrar corriendo descubrirás que en el interior te esperan otros cien soldados aún más fieros y temibles que yo...»
 
Ese día, la mujer se dejó convencer por la voz estridente del soldado y volvió a su casa convencida de que Felicidad era esquiva, o al menos escurridiza. Al día siguiente acudió de nuevo, pero las mismas palabras intimidatorias del vigilante la hicieron desistir. Volvió cabizbaja a su refugio de soledad, una casa alumbrada con velas de indiferencia y donde siempre sonaban canciones que hablaban de odio, desengaño, decadencia o dolor.

La búsqueda, la indignación y la desesperanza fueron las protagonistas de esta misma escena, que se repitió el día posterior, y el siguiente, y toda la semana... una y otra vez, durante meses. Coleccionó años enteros bajo nubes grises, detenida por la consigna del guardián que la zahería sin compasión.
 
Pero todo tiene un límite –o debiera tenerlo–, pues no existen eternidades sobre la tierra mortal. Así, cierta mañana, cansada del muro de palabras que a diario la detenía en su empeño por alcanzar a Felicidad –aunque al menos fuera para ver su aspecto desde lejos–, decidió bordear la muralla del añoso edificio, con tal suerte que encontró una grieta estrecha –pero no tanto como para impedir su paso–. La atravesó a cuatro patas, con dificultad, pero al fin decidida y con suficiente empeño.
 
Las aristas de los ladrillos rotos del muro vistieron su piel de escarlata, arañazos sangrantes que dolían, pero no tanto como la verdad que la deslumbró mientras reptaba: Esa grieta podría llevar años abierta pero nunca la buscó, jamás pensó que hubiera otro camino diferente al de los impedimentos conocidos, a la charlatanería del soldado de la entrada principal. «Más vale tarde que nunca» –pensó–.

Tras colarse por ella se encontró dentro de un palacio deshabitado y buscó a Felicidad en la más absoluta soledad. Utilizó jirones de su falda para contener el fluir húmedo que escapaba de sus heridas más profundas; luego continuó su periplo. No halló a los temidos soldados, ni a sirvientes, ni a cortesanos, ni tan siquiera un trono de marfil donde la señora deseada pudiera exhibir su grandeza: nada de nada.

Cuando terminó de escudriñar cada rincón del enorme edificio llegó a la conclusión de que Felicidad no existía, que era un mito. También dio por hecho que el guardia de la puerta era un ruin mentiroso. Esta convicción la llevó a salir por la entrada del palacio sin reparos. Apareció a espaldas del portero emperejilado y este, al notar su presencia inesperada, se dio la vuelta y se dirigió a la allanadora.

–¿De dónde vienes, mujer?
–De dentro, ¿no está claro? –respondió ella con tono molesto e irónico, y continuó hablando– ¿Acaso no te da vergüenza estar engañando a la gente?
–Yo no engaño a nadie, que para eso se basta cada cual. Si pensaste que dentro encontrarías la felicidad es tu problema, porque yo nunca afirmé tal cosa.
–Pero el cartel...
–Ni cartel ni cartol –interrumpió–. Leíste una bonita frase plasmada en la fachada de un edificio imponente, y pensaste que habías descubierto un secreto; pero lamento decir que te engañaste a ti misma creyendo tal afirmación. ¿Te confundió la riqueza del palacio con sus muros de marfil y sus piedras preciosas? ¿Creíste acaso que buscabas el «santo grial» y que se escondía entre estas paredes?
–De todos modos mentiste. Si no es así, dime dónde están todos esos temibles soldados.
–Esos soldados no habitan en palacio, sino en tu mente, vestidos de prejuicios, mitos, miedos y engaños... Yo solo dije lo que tú estabas dispuesta a creer. Si no es cierto, dime, ¿por qué esperaste durante años a la puerta? ¿Quizá era más fácil para ti pensar que la felicidad era inalcanzable? ¿Convertiste tus idas y venidas en una vana excusa para acallar tu remordimiento? ¿No será que no te atrevías a salir a buscarla por temor a no hallarla? Claro, ¿por qué no culpar a otros de tu propio fracaso?

Una mezcla de ira y desengaño se camufló en sus ojos vidriosos y en ese caminar titubeante que la sacó de aquel lugar. Trató de contener las perlas de brillo amargo que escapaban por sus mejillas y se detuvo en un banco del camino. Allí notó cómo el velo de su entendimiento se rasgaba ante ella, dejando ver más allá. Entonces cayó en la cuenta de que la felicidad no podría vivir atrapada entre paredes, por altas o lujosas que estas fuesen, y menos aún se dejaría atrapar por un simple guardia, porque ella es libre, alegre y poderosa.

Supo que había perdido demasiados años timándose a sí misma, pero al fin había entendido que el tesoro que ella buscaba no estaba enterrado, ni escondido, ni se podía alcanzar como quien toma una taza de porcelana o un jarrón de cristal...

Mientras, Felicidad, sentada en un banco de la plaza Real, la miró desde lejos, como venía haciendo durante años cada vez que pasaba a su lado, de camino hacia el palacio de las ilusiones vacías. Siempre había estado allí fuera, esperando a que esta mujer confundida se parara a conversar con ella y se hiciera su amiga. Pero Felicidad, que era toda una dama, jamás la forzó porque ella nunca ha obligado a nadie a ser su amiga. Por eso siempre vestía de blanco puro, como la paz, igual que la libertad que todos tenemos, ese libre albedrío para decidir qué camino tomar.
 

El cuento es simple, pero está cargado de metáforas que puedes descubrir por ti mismo, y confío en que las encontrarás. Pero las siguientes preguntas, quizá, te pueden encaminar hacia las respuestas que buscas:


¿Crees que la felicidad es una meta que debes alcanzar o un modo de caminar?

¿Cuál es el obstáculo que te impide pasar esa puerta que te ha detenido durante años?

¿Estás viviendo alguna mentira que te hace dudar de tu valía o de tus capacidades?
 
¿Piensas que la vida depende de alcanzar cierto estatus, como si se tratara de un mero trofeo?
 
¿Las amenazas de alguien te detienen hasta llegar al punto de conformarte con una pobre manera de vivir?
 
Y si alcanzas una meta, si logras vivir un sueño, ¿crees que eso te dará la felicidad?
 
Es más, ¿serás capaz mantener esa sensación durante toda tu vida o volverás a caer en alguna otra decepción?
 
¿Cuánto tiempo llevas esperando a las puertas de algún proyecto sin atreverte a rodear el muro? Quizá exista otro camino...
 
¿Eres capaz de definir la felicidad? Mira que muchos no la disfrutan porque tienen una imagen errónea de ella y no la distinguirían ni aunque chocaran de frente con ella.
 
Entonces, ¿y si la felicidad no es inalcanzable? ¿Podría ser que la tienes cerca, observando desde un banco tu marcha irreflexiva y monótona, y esperando a que seas consciente de ello?
 
Ya va siendo hora de que la conozcas y de que respondas a estas y a otras muchas preguntas. Para eso existe este blog, que poco a poco tratará de despejar algunas de estas cuestiones.

Si te interesa alguna en particular, no dudes en hacérmelo saber a través de los COMENTARIOS. Te responderé personalmente o en un nuevo artículo de este blog. ¡Hasta el próximo!

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